Vacaciones en Familia ♥

Llegan las vacaciones de invierno, ¡se agranda el tiempo en familia!
Les dejamos un capítulo de “El genio de la cartuchera” de Mario Méndez. Es el libro que leyeron los chicos de Cuarto Grado en el área de Prácticas del Lenguaje.

Compartimos “El cuarto de Lucía” y articulando con "Derechos del los Niños" visto en Educación para la Salud, alentamos a reflexionar junto a los chicos sobre los impulsos y la manera en la que nos comunicamos.



El cuarto de Lucía

               La mamá de Lucía entra al cuarto y ve, una vez más, el terrible desorden. Una ola de calor le sube al rostro. Está cansada, trabajó todo el día, todavía tiene que ayudar a su hija con las tareas y con el baño antes de dormirse. Aún tiene que preparar la cena, planchar un guardapolvo, dejar lista la vianda para el día siguiente. La mamá de Lucía siente que el enojo la gana. Ella le dijo a su hija, varias horas antes, que tuviera la pieza ordenada, que no quería encontrar todo tirado, como siempre. Y con el enojo le vienen ganas de gritar una vez más.
               —¡Lucía! —le sale el grito, incontenible, y hay mucha bronca en su voz, el ceño fruncido, en las manos apretadas contra la cintura.
               —¡Lucía! —ruge, mientras de puro enojada golpea el taco contra el piso, donde se amontonan las cosas que su hija dejó tiradas.
               Lucía conoce esos gritos. Sabe que su mamá tiene razón, pero ¡cómo le duelen esos enojos! Son tan grandes, son unos enojos tan verdaderamente enojados que la dejan molida, con ganas de llorar de pena, con los huesos blanditos.
               —¡Lucía! —vuelve a gritar la madre y la nena se acerca despacio. Sabe lo que la mamá tiene para decir: de pronto se acuerda de que no ordenó el cuarto, que otra vez dejó todo tirado. Tiene algunas explicaciones vagas: “Me llamó papá, estuvimos hablando un rato largo”, piensa decirle; también recuerda que estuvo leyendo, y que se enganchó con un estreno de la tele, y después se distrajo, simplemente. Pero, cuando la madre está enojada, no hay cómo explicar.
               Lucía entra a la pieza. Su mamá la taladra con la mirada.
               —¿No te dije que ordenaras? —le grita—. ¿Cómo tengo que decírtelo? ¿No sabés que estoy cansada, que estoy harta? ¡¿Querés que me vuelva loca?! —explota la madre, y Lucía siente un nudo en la garganta, y sospecha que su mamá tiene razón en estar enojada, pero que el orden del cuarto no es tan importante; hay seguramente, más cosas en ese enojo.
               La mamá sale de la habitación dando zancadas, y Lucía empieza a ordenar. Cuando se agacha para recoger la cartuchera, que asoma debajo de la cama, una lágrima caliente le resbala por la mejilla y cae sobre el cierre. Al contacto de la lágrima, del cierre brota un hilito de humo. Y de inmediato, antes de que Lucía cierre la boca sorprendida, surge el turbante y luego la figura entera de Abdul Lapislázuli, que la saluda con una reverencia.
               —A tus órdenes —dice el genio, y con un ademán caballeroso le pasa a Lucía un pañuelito de seda.
               Lucía se seca las lágrimas y cierra la boca. Abdul hace su acostumbrada explicación. Puede concederle tres deseos, siempre y cuando sean escolares. Lucía lo piensa, pero comprende que no tiene ninguno. Juntar las cosas de la habitación no es una tarea escolar, sino familiar. Que su madre esté más contenta, que no se enoje tanto, que no llegue tan cansada y con el ceño tan fruncido, ¿qué clase de deseo es? Abdul se encoge de hombros, un poco triste. Parece que su magia, entonces no será necesaria, pero al menor le dará una mano con la limpieza. Se arremanga la amplia camisola, ajusta su turbante y junto a Lucía se pone a ordenar, a limpiar.
               Trabajan durante más de dos horas, porque el desorden es enorme y porque a los dos les dieron ganas de que todo quede perfecto, brillante, en su lugar. Mientras tanto se oye el trajín de la mamá en la cocina, que prepara la cena, que arma la vianda, que contesta un llamado telefónico inoportuno. A Lucía se le ocurre que puede preparar la bañera. La llena de agua tibia, le echa unas sales que la mamá tiene guardadas, hace espuma con un chorrito de champú, y se va a la cocina, un poco tímida.
               —¿Venís mamá? —invita.
               La madre la mira seria, todavía enojada.
               —¿Terminaste?
               Lucía asiente. Siente un empujoncito en el hombro y se acerca a su madre, la agarra de la mano y de la mano la lleva despacio a la pieza, donde todo está perfecto. Y luego la acompaña al baño, donde la bañera espera, llena hasta el borde, espumosa y tibia.


               Esa noche, cuando Lucía se mete en la cama, la mamá le lee un cuento, como hacía cuando era chiquita. Es un cuento de Las mil y una noches, uno con genios, deseos y aventuras. Lucía se va durmiendo muy despacio, contenta. Y Abdul, en la cartuchera, que está ordenada dentro de la mochila, también cierra los ojos. Antes de que el sueño lo venza piensa que al fin de cuentas algo de magia hizo, aunque no está seguro. Tal vez la magia, esa noche, había aparecido sola, entre la mamá que besa la frente de su hija, y la hija que se duerme, con una sonrisa.


¿Cómo reaccionamos cuando los chicos no hacen lo que pedimos?
¿Juntamos enojos a la hora de retarlos?
Esos enojos, ¿siempre tienen relación con el accionar de los chicos?
¿Cómo reaccionan los chicos ante el reto con enojo?
¿Cuál es la mejor manera de enseñarles a los los niños?